El ingeniero que arregló su propio corazón

Cuando a Tal Golesworthy le dijeron que su aorta corría el riesgo de estallar, no le gustó demasiado la intervención quirúrgica que le ofrecían, así que presentó su propia idea.

 

 

Es la hora del almuerzo en una pequeña empresa de ingeniería médica de Tewkesbury. El entretenimiento amablemente ofrecido para aderezar nuestros bocadillos es un vídeo en color: una pulcra cirugía cardiovascular que muestra el corazón y los vasos sanguíneos de alguien.

¿Alguien? Bueno, no exactamente cualquiera. El corazón latente y expuesto que miramos es el de uno de mis compañeros de almuerzo. Tal Golesworthy, de 60 años, está medio calvo, habla con rapidez y a menudo con franqueza. Es también –y esta es una clave– alto, de dedos inusualmente largos.

Hace 15 años, Golesworthy se enteró de que, a menos que estuviese dispuesto a someterse a una intervención de cirugía mayor en una de las arterias que transportan la sangre desde su corazón, corría un riesgo cada vez mayor de muerte prematura. La perspectiva de operarse no le hacía mucha gracia; pero aún más preocupante era saber de qué se trataba esta intervención concreta.

Golesworthy no es médico ni investigador médico. Es ingeniero. Pero con una característica confianza en sí mismo consideró que podría encontrar una forma más sencilla y segura de solucionar su problema. Y lo hizo. Después convenció a un cirujano de que lo tomase en serio, se convirtió en el conejillo de indias para la primera operación, y ahora dirige una empresa creada para fabricar implantes como el que él lleva en su propio pecho. Se lo implantaron hace una década, y lo mantiene vivo.

La experiencia de Golesworthy es notable por la persistencia y la determinación constante de este paciente. Pero no se trata solo de eso. Plantea cuestiones sobre la innovación quirúrgica, la aceptación de nuevos procedimientos y la investigación necesaria para probarlos. E invoca la probabilidad de que otros pacientes con otras enfermedades dispongan de ideas similarmente ingeniosas o radicales.

Tal Golesworthy padece síndrome de Marfan. El hombre al que este nombre recuerda, Antoine Bernard-Jean Marfan, era pediatra en París. En 1896 describió el caso de una niña de cinco años con extremidades y dedos de manos y pies inusualmente largos. No fue el propio Marfan quien dio nombre a la afección, sino uno de sus sucesores. Paradójicamente, ni siquiera es seguro que la niña sufriese realmente lo que ahora se conoce como síndrome de Marfan, pero el nombre se mantuvo.

Es un trastorno de origen genético, bien por herencia o por mutación espontánea. Además de los huesos largos y finos –y por ende su inusual estatura– las personas con este síndrome pueden tener articulaciones laxas y flexibles y diversos problemas oculares. La causa específica de todo esto es un error en los genes responsables de una proteína llamada fibrilina, un componente esencial de las fibras elásticas que se encuentran, entre otros tejidos, en los vasos sanguíneos. Y esto explica una de las mayores amenazas que el síndrome de Marfan presenta para Tal Golesworthy y otros pacientes como él. La anomalía debilita uno de sus principales vasos sanguíneos, disminuyendo su capacidad para soportar la carga impuesta por la presión que ejerce la sangre en su interior.

Una de las mayores arterias del cuerpo, la aorta, recibe la sangre directamente del ventrículo izquierdo del corazón. La sangre no llega en una corriente continua, sino en latidos. La aorta actúa como una especie de amortiguador hidráulico, expandiéndose y contrayéndose cuando la presión aumenta y disminuye en su interior. Cualquier debilitamiento de la pared aórtica puede permitir el desarrollo de una protuberancia parecida a un globo, un aneurisma. Por una razón desconocida, el punto más débil de la aorta en personas aquejadas de síndrome de Marfan es la raíz, la sección adyacente a las válvulas que controlan la salida del ventrículo izquierdo. Si un aneurisma se rompe, la consiguiente hemorragia interna es potencialmente mortal.

Golesworthy tenía cinco o seis años cuando le diagnosticaron síndrome de Marfan. Su padre también lo tenía. “Medía 1,98 y tenía muy poca agudeza visual”, recuerda Golesworthy. Pero entonces los médicos parecían menos conscientes de los riesgos de la afección. El propio Tal no tenía idea de las repercusiones en la aorta hasta pasados los 30 años. A esas alturas la arteria estaba ya dilatada, y fue entonces cuando le dijeron que tenía que operarse.

La operación convencional, introducida en 1968 y dependiente de un corazón y un pulmón artificiales que sostienen temporalmente el flujo sanguíneo del cuerpo, supone retirar la primera sección de la aorta, la más débil, y las válvulas coronarias adyacentes. Después el cirujano sustituye esa porción de la aorta por un tubo rígido fabricado con dacrón, un poliéster, y las válvulas naturales por otras mecánicas.

Réplica de un corazón

El inconveniente es que las válvulas mecánicas pueden generar coágulos sanguíneos. Un tratamiento anticoagulante de por vida minimiza el riesgo de embolismo, pero tiene sus propios peligros. Los pacientes corren más riesgo en cualquier enfermedad o lesión que provoque sangrado. “Caminas constantemente por una cuerda floja entre un embolismo y una hemorragia”, explica Golesworthy.

Decir que no le entusiasmaba la idea sería quedarse corto. “No me gustaba demasiado la idea de operarme”, reconoce, “pero lo que realmente me preocupaba era pasarme el resto de la vida tomando anticoagulantes”.

Aunque en aquel momento él no lo sabía, los cirujanos habían desarrollado una versión de la operación en la que se conservan las propias válvulas del paciente, evitando así la necesidad de anticoagulantes. ¿Problema resuelto? Al parecer, no. Aunque esta operación es también eficaz, su tasa de fracaso a largo plazo es más elevada. He aquí la opción: una buena tasa de éxito al precio de tomar anticoagulantes de por vida; o evitar los anticoagulantes pero afrontar una posibilidad más elevada de tener que volver a someterse a la operación.

Golesworthy no sabe por qué no le ofrecieron la intervención alternativa, aunque sospecha que tiene que ver más con las preferencias subjetivas de los cirujanos concretos que con los datos reales. De cualquier forma, ya había empezado a preguntarse si podría haber una tercera vía, mejor que cualquiera de las dos ofertadas.

Golesworthy no contempló el debilitamiento de la aorta con los ojos de un médico, sino con los de un ingeniero. ¿Por qué sustituir una tubería en mal estado, se preguntó, cuando sería más fácil reparar lo que ya se tiene? “Me dije, un momento, podemos hacer un escáner de la aorta, usar el CAD (diseño asistido por ordenador), y obtener un soporte completamente hecho a medida. Se puede hacer”.

Si existiese un gen de la ingeniería, estaríamos seguros de que Golesworthy lo ha heredado. Su padre era ingeniero aeronáutico. “Nada más aprender a andar, cogí un destornillador y empecé a desmontar cosas. Le quité la tapa a un televisor a los seis años”.

Golesworthy obtuvo su título de ingeniería por el camino difícil. Empezó estudiando ciencia de materiales, pero como no le gustaba, lo dejó, empezó a trabajar en el Coal research Establishment (Centro de Investigación sobre el Carbón y descubrió la educación a tiempo parcial. “La universidad no me convencía”, dice. Trabajó en diversos temas, desde la química de procesos al control de la contaminación atmosférica; se familiarizó con todo tipo de instrumentos y tecnologías, incluido el uso de textiles para filtros.

Para su intervención quirúrgica, Golesworthy se inspiró en una solución básica de fontanería para una tubería que gotea: enrollarle algo alrededor. Esta técnica sencilla ya se les había ocurrido a los cirujanos, pero ellos usaban materiales rígidos; una vez implantados, estos materiales tendían a descolocarse o a cortar los vasos laterales que salen de la aorta.

Golesworthy no tenía idea de que los cirujanos ya habían probado la idea de la banda de compresión y la habían abandonado. En todo caso, el ingeniero que hay en él también la rechazó. “Si miras la forma de la aorta, comprendes que tienes que aplicar una fuerza uniforme sobre toda ella. ¿Cómo puedes lograrlo enrollándole algo?”. Entonces diseñó una cosa más compleja: una cubierta externa, hecha a medida, una manga que impidiera la peligrosa dilatación de la aorta. A su debido tiempo, el procedimiento adquirió un nombre extraño: PEARS, iniciales en inglés de “soporte externo personalizado de la raíz aórtica”.

Su propuesta era usar un escáner de TC para obtener la forma tridimensional de la raíz aórtica. Con los programas informáticos adecuados, podía usarse la tecnología de creación rápida de prototipos (impresión 3D) para crear un modelo de la arteria a tamaño natural. Esto serviría de molde para fabricar una manga textil individualizada con la forma y el tamaño adaptados a la aorta, para impedir que esta se dilate más. Y no una manga rígida, sino una mezcla blanda, flexible, tejida y porosa. Al optar por esto, Golesworthy se basó en los conocimientos adquiridos en el uso de tejidos como filtros durante el tiempo que trabajó en el sector del carbón.

Pero seguía habiendo un problema: ¿cómo introducir una innovación médica si eres un ingeniero sin relación personal con el sector sanitario? Golesworthy decidió probar en una de las reuniones informativas anuales de la Asociación de Marfan de Reino Unido, hará 15 años. Uno de los ponentes era Tom Treasure. Treasure, ahora adjunto a la Unidad de Investigación sobre Cirugía Clínica en el University College de Londres, un grupo que busca soluciones prácticas a problemas relacionados con la medicina clínica, era entonces cirujano cardiotorácico en ejercicio, y recuerda que Golesworthy se le acercó al terminar su conferencia.

“Verá, profesor, respecto a todo eso de extirpar”, le dijo. “Deberían ustedes actualizarse y utilizar modelos de CAD”. Treasure no sabía a qué se refería Golesworthy. “Estaba usando jerga de ingeniería. ‘Podemos hacer PR’, me dijo. Yo entonces no tenía ni idea de qué es el prototipado rápido”. Pero a Treasure le interesó el tema. En posteriores conversaciones, empezó a entenderlo y le pareció una buena idea. “Prestaré a este hombre toda la atención que pueda”, decidió.

Lo hizo, y la idea empezó a cobrar impulso. “Todo el mérito es de Tom”, asegura Golesworthy. “Él abrió las puertas del mundo médico, y allá que nos fuimos”.

Treasure no estaba en condiciones de realizar la pionera operación por sí mismo, de modo que la siguiente tarea era encontrar un cirujano capaz de hacerla. Como él bien sabía, muchos cirujanos habrían rechazado sin más la nueva técnica propuesta. De hecho, muchos lo hicieron, e incluso ahora algunos siguen sin estar convencidos. Treasure habló con John Pepper, profesor de cirugía cardiotorácica en el Instituto Nacional de Corazón y Pulmón del Imperial College de Londres: alguien a quien Treasure describe como “dispuesto a avanzar contra corriente”. La respuesta de Pepper fue positiva.

Quedé con Pepper en el Royal Brompton Hospital. Me encontré con un hombre de complexión fuerte, jovial y amistoso, pero con la actitud decidida que cualquiera esperaría de uno de los principales cirujanos cardiovasculares de Reino Unido. Al proceder también de una familia de ingenieros, admira la profesión que, al entrar en medicina, escogió no seguir. “Vivimos en mundos diferentes. A los ingenieros les interesa todo aquello que llega a la diezmilésima parte [de un centímetro]. En biología no alcanzamos ni mucho menos esa precisión”. Como es lógico, también él vio enseguida las ventajas de crear un modelo de la aorta del paciente y diseñar un soporte a medida. “Hacía falta un ingeniero que nos enseñase a nosotros, pobres médicos, a hacer las cosas”, remacha.

Réplica de la aorta

Seguía estando el problema del dinero. Al no haber logrado el respaldo de una de las grandes fundaciones cardiovasculares, Golesworthy empezaba a sentirse presionado. Seguía reacio a someterse a una operación convencional, pero su aorta necesitaba cada vez más una reparación. Al final logró el dinero creando una empresa llamada Exstent Ltd y buscando inversores. En ese momento solo tenía en mente un cliente: él mismo.

Al carecer de los conocimientos de CAD necesarios, también buscó la ayuda de ingenieros del Imperial College de Londres. “Cuando estás tan motivado como yo, consigues hacer cosas. Si tienes que atracar, atracas… Mi aorta se estaba dilatando y tenía que encontrar una solución”.

Tal Golesworthy no es, por supuesto, el primer enfermo que ha buscado una forma nueva y mejor de abordar su mal. Algunas asociaciones de pacientes lo descubren y hacen lo posible por difundir la solución. Lo que nos faltaba era un depósito central para todas esas ideas. Pero ya no.

Patient Innovation es una plataforma digital creada por un grupo de la Escuela Católica de Ciencias Económicas y Empresariales de Lisboa. Permite a pacientes que han desarrollado soluciones para sus enfermedades compartir lo que han aprendido o inventado. El líder del proyecto es Pedro Oliveira. Su interés original era la innovación impulsada por los usuarios en general: cómo puede influir el uso que las personas hacen de productos y servicios en el desarrollo de nuevos procedimientos y estrategias.

“Lo que descubrimos en nuestra investigación fue que a menudo los pacientes desarrollan dispositivos y estrategias asombrosos”, explica Oliveira. “Pero también descubrimos que, con frecuencia, esta información no se difunde. Lo que pretenden principalmente es solucionar sus propios problemas, no ayudar a otros”. Aunque la idea de difundir el conocimiento se les pase por la mente, por lo general no saben cómo hacerlo.

Oliveira y sus colaboradores crearon Patient Innovation en febrero de 2014, y me cuenta que han recibido más de 1.200 propuestas independientes. Un equipo médico las estudia todas; aproximadamente la mitad se han considerado dignas de figurar en la página digital.

Golesworthy se encontraba entre los ponentes invitados en la reunión inaugural de Patient Innovation, y después de eso ha sido seleccionado para uno de sus premios anuales. Otro de los premios lo ha recibido Louis Plante, un canadiense de 26 años aquejado de fibrosis cística. Su idea fue un dispositivo acústico manual que ayuda a drenar las vías respiratorias.

Los pulmones de los enfermos de fibrosis cística tienden a producir gran cantidad de mucosidad espesa, y se han diseñado diversos métodos para moverla o desplazarla y así permitir que se elimine tosiendo. En una ocasión, cuando estaba sentado cerca de unos grandes altavoces en un concierto de rock, Plante empezó a toser. Se preguntó si las vibraciones de alta frecuencia en su pecho podrían haber inducido el desprendimiento de la mucosidad en su pecho. Plante, técnico electrónico de profesión, diseñó una máquina para simular este efecto. Y funcionó. Usó sus propios conocimientos para aliviar sus problemas, y después comercializó la solución.

También ha sido premiado un sensor que envía señales a un teléfono móvil cuando una bolsa de ostomía está llena, un bastón para ciegos capaz de detectar por separado obstáculos situados a la altura de la cintura y de los pies, y unas ruedas plegables para hacer más portátil una silla de ruedas. ¿Cuántas ideas ingeniosas más podría haber, similarmente maduras para su difusión?

En 2004, Golesworthy había logrado que los inversores se deshiciesen de suficiente dinero, y las restantes complicaciones del procedimiento de fabricación se habían solucionado. Era hora de pasar al quirófano.

“Siempre dije que yo sería el primer paciente”, recuerda Golesworthy. “Después me convencieron de que debía estar en el quirófano con el cirujano, John Pepper, por si surgían algunas dificultades. Pero el tipo que habíamos convencido para someterse a la operación se rajó en el último momento”. Así que Golesworthy se salió con la suya; al final, iba a ser el conejillo de indias.

Aunque contento de ser el primer paciente, no le gustó mucho tener que esperar diez días para la operación. “Estaba absolutamente desquiciado. No podía concentrarme, ni trabajar, ni comer, estaba completamente frenético. Fue horrible”. Lo que más nervioso lo ponía era la perspectiva de la operación en sí; tenía total confianza en la manga. Una confianza plenamente justificada, como luego se vio.

Cuando le pregunté a Golesworthy si podía visitar las instalaciones de la empresa en Tewkesbury, donde se hacen los implantes, señaló que no hay prácticamente nada que ver. Y tenía razón. Es todavía menos emocionante que los bocadillos del almuerzo. Todo lo que puedo hacer es mirar por los paneles de cristal la limpia sala en la que el propio Golesworthy fabrica los implantes.

Cada uno está cortado de una plancha de tereftalato de polietileno, una resina polímera termoplástica, químicamente similar al dacrón pero convertida en un tejido blando. Aproximadamente del tamaño de una salchicha grande, aunque ligeramente más larga y gruesa, la forma se crea envolviendo el tejido alrededor del molde a medida, y se completa con una costura a un lado, que el cirujano descose en el quirófano y vuelve a coser una vez colocada la manga alrededor de la aorta. Golesworthy tarda aproximadamente un día en fabricar dos, y es bastante complicado. Aunque el dispositivo está patentado, sigue mostrándose evasivo respecto a los detalles de fabricación. Hay, quizá, un elemento de destreza artesana en el procedimiento.

La manga –que se comercializa con la marca de ExoVasc– llega al quirófano envuelta alrededor del molde. Cuando la coloca alrededor de la aorta, el cirujano la sujeta cosiendo su única costura axial. Más rápido, sencillo y seguro, y sin necesidad de interrumpir la circulación normal de la sangre.

Recordando esa primera operación, Pepper afirma que estaba un 95% seguro de que el procedimiento funcionaría. “Por supuesto”, dice, “lo había hablado con el paciente”. Después ríe, reflexionando sobre lo absurdo de discutir los pros y los contras del implante con el hombre que lo había inventado.

Hasta ese momento, Golesworthy se había centrado en solucionar su propio problema. “Cuando solucioné lo mío”, cuenta, “pensé que era hora de ayudar a otros”. Si el implante de Golesworthy hubiese salido mal, la empresa creada por él habría quedado inundada de deudas. Hasta el éxito está siendo un trabajo duro: “Se está convirtiendo en una empresa viable. Pero desde 2004 hasta aproximadamente 2014, el número de pacientes fue risible y tuvimos problemas para sobrevivir… Si me viese de nuevo en la disyuntiva, no sé si lo haría”, admite.

Hasta ahora los resultados del PEARS han sido impresionantes. Es una intervención más rápida que cualquiera de las dos variantes de cirugía convencional y no exige interrumpir la circulación sanguínea del paciente.

De las dos variantes de la operación convencional, la que supone eliminar las válvulas naturales del corazón es más duradera, pero el riesgo combinado de hemorragia o tromboembolismo creado por la necesidad crónica de anticoagulantes supone un 0,7% anual. No parece demasiado malo, hasta que comprendemos que un paciente que viva 40 años después de la operación afronta un preocupante riesgo total del 25%. La variante que conserva las válvulas no exige anticoagulantes, pero es menos duradera. La tasa de reoperación anual parece ser del 1,3%, de modo que si el paciente sobrevive 40 años, el riesgo de tener que someterse a una nueva intervención será superior al 40%.

Un estudio inicial mostró que la manga textil frena de hecho la dilatación progresiva y peligrosa de la raíz aórtica. Un análisis realizado en 2013 a los primeros 34 pacientes, con periodos de 3 a 103 meses transcurridos desde la operación quirúrgica, no reveló problemas en la arteria. Un paciente falleció, pero su muerte no estaba relacionada con la intervención en sí.

En contra de los temores iniciales, la manga se mantiene exactamente donde se ha colocado. Además, los resultados de la autopsia efectuada a un paciente fallecido cinco años después de la operación revelaron que parece incorporarse a la pared de la arteria, que de ese modo se vuelve más resistente. El patólogo comparó la apariencia de la sección de la aorta situada en el interior de la manga con una región adyacente situada fuera de la misma, explica Pepper. “La parte situada dentro tenía un aspecto normal… puede que al eliminar parte de la tensión a la que estaba sometida la aorta, permitimos que se produjera la curación”. Por ahora, sin embargo, esta prometedora perspectiva sigue siendo una conjetura.

En Reino Unido, el procedimiento por el que los cirujanos desarrollan nuevos métodos y deciden adoptarlos no es tan exacto como el de la creación de nuevos fármacos. Pero el estado de práctica anarquía que imperaba en otro tiempo ha dado paso a la regulación por parte de los comités éticos de los hospitales, y a un conjunto de directrices y protocolos publicado por el Real Colegio de Cirujanos. Cualquier empresa que desee evaluar un nuevo dispositivo mediante ensayo clínico, debe también obtener la aprobación formal del Organismo Regulador de Medicamentos y Productos Sanitarios (MHRA, por sus siglas en inglés). Exstent lo hizo al comienzo de la historia del proyecto PEARS. Para su uso habitual dentro del servicio de salud, un dispositivo o un procedimiento deben después pasar el control del Instituto Nacional de Salud y Excelencia en los Cuidados (NICE, por sus siglas en inglés). Su dictamen sobre el PEARS, emitido en 2011, fue un cauto buen recibimiento, sujeto, naturalmente, a la acumulación de nuevas pruebas.

Como Pepper y Treasure saben, la prueba ideal del valor del PEARS sería un ensayo aleatorizado controlado (EAC). Dichos ensayos son siempre difíciles en cirugía; por ejemplo, la pericia con la que cada cirujano practica la misma operación puede variar. “Tom Treasure y yo hemos analizado este detalle y consultado a dos centros de ensayos aleatorizados”, señala Pepper. “No nos parece factible [el EAC]. Por razones como la relativa rareza del síndrome de Marfan y la dificultad de encontrar cirujanos con igual destreza para los tres procedimientos, es improbable que este “patrón oro” se cumpla. Todo lo que Treasure y Pepper pueden hacer es animar a los cirujanos a efectuar un seguimiento de sus pacientes y publicar los resultados. “Ayer operamos al paciente número 76”, me cuenta Pepper. “Mi plan es que cuando lleguemos a los 100, los revisemos muy cuidadosamente a todos y publiquemos los resultados”.

A pesar de las pruebas disponibles sobre sus ventajas, conseguir que el PEARS sea aceptado no ha sido fácil. ¿Por qué? Algunos cirujanos siguen rechazándolo sin realmente escuchar, según Pepper. “No reconocen las ventajas del diseño informático y el prototipado rápido. Piensan que es otra vieja banda de compresión, que ya no les funcionó antes y probablemente no les funcione ahora”.

Llevado en parte por esta respuesta inicialmente negativa, Treasure ha observado otras innovaciones quirúrgicas. Su conclusión general es que los cirujanos aceptan una idea nueva cuando no existe ninguna cura para un problema. Pero cuando ya disponen de una solución –un procedimiento que tal vez hayan hecho falta años para diseñar y muchos más para perfeccionar– se muestran menos receptivos a la afirmación de que existe un método alternativo que supondrá la revisión o incluso el abandono de una técnica que ha costa mucho adquirir. Si la alternativa parece más simple y más fácil, dice Treasure, son aún más escépticos. Pero en lo que al PEARS se refiere, opina que la marea de la opinión está cambiando.

Sorprendementemente para un hombre que depende de ganarse el apoyo de los cirujanos, Golesworthy no es nada halagador con muchos de ellos. “Arrogantes, cerrados de mente, cegados por su monopolio de conocimiento”, afirma. No sería, por supuesto, el primero en insinuar que a menudo los cirujanos hacen gala de un poderoso ego. Y antes de rechazar las quejas de Golesworthy, vale la pena señalar que Treasure, aun hablando en términos más comedidos, confirma algunas de ellas. “Hemos organizado una reunión tras otra, y la gente dice las mismas falsedades. No han leído los artículos y con frecuencia no escuchan lo que les dices”.

También Pepper es muy consciente de los comentarios en ocasiones despectivos sobre los cirujanos, pero parece encontrarlos más divertidos que molestos. Y no solo porque él y Treasure están específicamente excluidos, sino también porque tiene la impresión de que Golesworthy no acepta del todo el mundo en que vivimos: un mundo que cultiva una extremada cautela. “Estamos absolutamente obsesionados por la seguridad, y eso es como la maternidad y la tarta de manzana. No puedes ir en su contra”, dice, cada vez más animado por su propio argumento. “Somos increíblemente reacios al riesgo y, sin embargo, la ciudadanía quiere ver nuevos tratamientos”. La aversión al riesgo entre sus compañeros de profesión, insiste, está potenciada por la publicación de los resultados personales de cada cirujano, con la consecuente erosión de la voluntad de aceptar los casos difíciles, en los que la probabilidad de fracaso es inevitablemente más elevada.

Paradójicamente –y con cierta jactancia, aunque quizá también acertadamente– Golesworthy considera que su presentación en persona del procedimiento es un factor que puede cambiar la mente de los cirujanos acerca del PEARS. Habla con la convicción nacida de ser lo que es: parte de la prueba literalmente viviente del PEARS: “Siente pasión por el método”, añade Pepper. “Y para hacer que algo funcione hay que sentir pasión”.

El coste relativamente elevado de la manga hace que la operación inicial resulte más cara. Pero al disminuir el tiempo de la intervención y, a largo plazo, eliminar el tratamiento farmacológico crónico y los controles médicos asociados, y dada la reducida probabilidad de tener que repetir las operaciones, el PEARS debería servir para ahorrar dinero.

El número de pacientes aumenta. El año pasado se sometieron al procedimiento 17 personas; este año, serán más de 20. Hará falta tiempo antes de que el implante compense toda la inversión, pero Golesworthy se muestra optimista. “Empieza a rodar”, dice animado. “Tenemos nuevos cirujanos y nuevos centros. Acabamos de atender a cuatro pacientes en Nueva Zelanda, y están realmente satisfechos. Tenemos centros en República Checa, en Polonia hay dos a punto de empezar, y vamos a tener dos más en Reino Unido”.

Sobre el futuro del PEARS a largo plazo, Pepper se muestra confiado. “Hemos demostrado el concepto”, señala. No piensa que vaya a desplazar por completo a las otras dos operaciones. Los pacientes con síndrome de Marfan no heredado tal vez estén menos informados y, en consecuencia, es más probable que acudan al médico cuando su afección esté ya más avanzada. Intentar envolver una aorta enormemente dilatada, y en consecuencia frágil, podría causar la desgracia que el PEARS supuestamente debe prevenir. Pero por debajo de un tamaño crítico, Pepper considera que se convertirá en el tratamiento más recomendado: “Si el paciente acude al médico en una fase inicial de la enfermedad, y la aorta está dilatada, pero no enormemente, el PEARS es un buen procedimiento”.

A los futuros afectados de síndrome de Marfan que se pregunten a quién le deben agradecer la modesta manga de tejido que los mantiene vivos, seguramente les encantaría descubrir sus orígenes. Toda la gratitud que puedan sentir, no solo se la deben a sus cirujanos, sino también a un ingeniero empecinado y persistente: un afectado como ellos que pensó que sabía mejor que sus médicos cómo solucionar su problema, y tenía razón.

Publicado en: El País

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