martes, marzo 19, 2024

A continuación podrán leer algunas reflexiones al calor de la celebración del centenario de la Asociación de Ingenieros Industriales de Sevilla realizadas por el compañero D. Javier Aracil Santonja, que también podrán leer en los boletines de la Asociación.

Los ingenieros, pese a nuestro indudable éxito profesional, no nos hemos ocupado con la suficiente intensidad de cuidar nuestra imagen en el mundo intelectual, en el que, mucho que nos pese, se forjan las ideas con las que se rige la sociedad, y en particular con las que nos juzgan los demás. Nuestra imagen ha quedado reducida a determinados estereotipos, que las más de las veces no nos favorecen. Y así no hemos propiciado, e incluso hemos desdeñado, reflexiones sobre la historia de nuestra profesión, su papel en el cuerpo social, los rasgos específicos que la definen, además hemos descuidado la vigilancia de esos rasgos definitorios frente a otras profesiones que si lo han hecho, en algunos casos con gran éxito, como el derecho, la medicina, la arquitectura y, en decenios recientes, los economistas, entre otras muchas.

Cuando indagamos sobre las raíces de nuestra profesión hay que remontarse a los de la misma humanidad, hace unos dos millones de años en el momento en que se produce la aparición del género Homo. Los paleoantropólogos asocian esta aparición a la presencia de productos líticos, producto de una técnica originaria, junto con restos óseos de nuestros ancestros. De este modo, lo humano aparece indisociablemente ligado a la técnica. No existen seres humanos sin ella. Puede haberlos, sin instituciones jurídicas, incluso sin medios urbanos, pero no sin ella. La técnica es la forma primigenia de la cultura. Con ella hemos erigido el complejo mundo artificial en el que nos desenvolvemos, y sin el que la vida, tal como hoy la entendemos, sería inconcebible. El conjunto de las actividades técnicas conforman el ubicuo mundo artificial, y componen una vasta cordillera en cuyas cimas emerge la ingeniería.
La técnica ancestral, que ha ido evolucionando con nuestro género, fue adquiriendo progresivamente complejidad hasta producirse una transición desde una técnica básicamente artesanal, poco más que unipersonal, hasta una forma de llevarla a cabo que requería la coordinación de muchos agentes con un objetivo común. Esta última forma es la que se manifiesta en las grandes obras civiles de la antigüedad, desde monumentos hasta obras públicas. Para estas realizaciones técnicas se requiere una idea inicial, un proyecto, una planificación y una ejecución coordinada, actividades en las que se apunta la figura de lo que será el ingeniero. Cuando se va a Antequera, y se contemplan los impresionantes dólmenes de Menga, uno no puede menos que quedar maravillado por esa arcaica obra de ingeniería. Y así sucede con todas las obras del mundo antiguo cuyos restos aún nos deslumbran y fascinan.

Los ingenieros se dedicaban hace un par de milenios a realizar las obras del mundo antiguo. Con la Revolución industrial, el trabajo del ingeniero sufriría una ampliación radical y la ingeniería en sí empezaría a complementarse.

La ingeniería española se hereda directa de la Ilustración. Los pioneros de la ingeniería española fueron Agustín de Betancourt y Juan López de Peñalver, aunque la posterior industrialización llegó de la mano de ingenieros traídos de fuera.

Los ingenieros, a veces fundidos con los arquitectos, se han dedicado, durante un par de milenios, a este tipo de construcciones. Pero a partir del siglo XVIII, con la Revolución industrial, se produce una radical ampliación del dominio que había sido hasta entonces propio de los ingenieros. Aparecen las factorías, que desbordan el ámbito limitado del taller artesanal, y se constituyen en grandes centros de producción para cuya gestión se requiere una forma de ingeniero que complementa al hasta entonces existente dedicado, como se acaba de recordar, a las obras civiles. Este ingeniero dará lugar al ingeniero industrial. Pero vayamos por partes.

Algo análogo sucede con la aparición del ingeniero agrónomo, forma tardía de la presencia de la ingeniería en un ámbito de la técnica que se remonta a los orígenes de la civilización, con la aparición de la agricultura en la revolución neolítica, que es esencialmente una revolución técnica. La ingeniería agronómica surge cuando las explotaciones agrarias dejan de ser básicamente de subsistencia familiar, y hay que gestionar grandes explotaciones agrarias con destino a un amplio mercado. Esto se produce también en el siglo XVIII.
Ese siglo fue especialmente decisivo en la génesis de la moderna civilización, y con ella de los actuales ingenieros. En él se afianza una profunda inflexión en todos los ámbitos del pensamiento, de la organización social y de la producción de bienes y servicios. Es la época de la Ilustración, o Siglo de las Luces, en cuyos orígenes juega un papel determinante la Revolución industrial, que se desencadena en las Islas Británicas, en un principio en torno a máquinas textiles y a la máquina de vapor. Con ella se abre a los ingenieros un campo de actividad hasta entonces desconocido: el de la producción en masa de bienes para la sociedad.

A grandes trazos, y simplificando mucho, se puede decir que el moderno ingeniero tiene dos orígenes. Por una parte el ingeniero inglés, que nace al calor de la Revolución industrial, y que se asocia a un modo de ingeniería ligado a la práctica, sea industrial o de obras civiles, cuya formación se inicia con el aprendizaje en los propios talleres u obras en los que se lleva a cabo su actividad. Por otra parte, el ingeniero francés que se forma a partir de una sólida base científica, que sirve además para realizar una estricta selección. Esta formación tiene lugar en centros de élite muy minoritarios. Estas dos formas de acceder a la ingeniería persisten durante todo el siglo XIX. La primera llega a implantarse más allá del Atlántico, en Estados Unidos; mientras que la segunda es la dominante en el continente europeo. España adopta la segunda desde sus orígenes.
La ingeniería se instaura en España a principios del siglo XIX siguiendo el modelo francés, con una formación de perfil marcadamente cientifista, inspirada en el culto a la razón que instauró la Revolución francesa, y que es el que marcó la senda por la que discurrió la formación de los modernos ingenieros, al menos en la Europa continental. No hay que olvidar que la ingeniería francesa es heredera directa de la Ilustración, y lo mismo sucede con la española. Los ingenieros formaron parte de forma mayoritaria de los progresistas del XIX. Encarnaron el progreso frente a las ideologías ultramontanas vigentes en la sociedad española (aquí procede recordar la novela Doña Perfecta, de Pérez Galdós, de lectura recomendable para todos los ingenieros).

Escuela de Caminos y Canales del Retiro

Y así, en 1802, se fundó, bajo la dirección de Agustín de Betancourt, la primera Escuela de Caminos y Canales, con sede en el Palacio del Buen Retiro de Madrid (aún se puede visitar convertida en dependencias del Ministerio de Educación); y durante la época moderada del reinado de Isabel II se consolidaron las entonces nacientes Escuelas de ingenieros (caminos, minas, montes, agrónomos e industriales).
En la génesis de la ingeniería industrial en España tiene un papel destacado el malagueño Juan López de Peñalver (Málaga, 1763 o 64- Madrid, 1834), figura ilustre y personaje singular de la Ilustración española de finales del XVIII y principios del XIX, e íntimo colaborador de Agustín de Betancourt. Este último es el prototipo de ingeniero moderno, pues aunque su título fue el de ingeniero de Caminos, cubre, con su actividad, muchas ramas de la ingeniería. Peñalver nació en Málaga en 1763 o 1764. Después de realizar diversas comisiones por minas andaluzas, en Linares, La Carolina y Río Tinto, y ser cadete del cuerpo de Reales Guardias Españoles, fue pensionado para ampliar estudios en la Escuela de Minas de Schemnitz en Hungría. Sin embargo, la crudeza del clima centroeuropeo afectó su salud, por lo que pidió ser trasladado a Paris donde se incorporó al grupo formado en torno a Agustín de Betancourt. Allí hizo los cursos de la École des Ponts et Chaussées y colaboró activamente en la reunión de los fondos que constituirían posteriormente, en Madrid, el Real Gabinete de Máquinas. Es notable que López de Peñalver sea de los pocos europeos de su época que haya recibido enseñanzas en los dos centros de formación de ingenieros más característicos de la Europa de la segunda mitad del XVIII.
Los sucesos revolucionarios que se producen en Francia alteran los planes de trabajo del grupo de Betancourt y determinan su regreso a España. Sin embargo, antes de abandonar París, Peñalver es comisionado para participar en la medición del arco de meridiano en suelo Español. Junto con José Chaix participa en el programa francés de medición del meridiano entre Dunkerque y Barcelona. A finales de 1793 regresa a Madrid donde colabora activamente en el Real Gabinete de Máquinas, del que en 1798 fue nombrado Vicedirector y del que redacta un revelador catálogo.
A principios del XIX participa en el proyecto de creación de la Real Academia de Ciencias y Letras. Imparte enseñanzas en la primera Escuela de Caminos y comienza a interesarse por temas económicos lo que le llevaría a redactar, en 1812, unas reflexiones sobre la variación del precio del trigo que han alcanzado fama, en nuestros días, como uno de los textos precursores de la economía matemática.
Después de la Guerra de la Independencia Peñalver distribuye su tiempo entre el cultivo del pensamiento y la promoción de la industrialización. Es autor de una traducción, considerada clásica, del Espíritu de las Leyes de Montesquieu. Realiza una intensa labor de difusión del industrialismo, lo que junto con la innovación y la enseñanza técnica serán sus temas recurrentes para el resto de sus días.
Siguiendo el hilo que conduce a los estudios de ingeniero industrial, en 1824 se crea en Madrid el Real Conservatorio de Artes, a instancias del Ministro de Hacienda Luis López Ballesteros. Peñalver fue nombrado Director, cargo que desempeñó hasta su muerte en 1835. Esta institución absorbe el Real Gabinete de Máquinas y a sus empleados. Con ello el Gabinete adquiere una estructura y funciones más amplias, al convertirse en una Escuela de Artes y Oficios, con la misión de fomentar la industria nacional. En el Conservatorio trabajaron, además de Peñalver, los prestigiosos hermanos José y Bartolomé Sureda (de Bartolomé tenemos un retrato de Goya, pintado por éste, se dice, en agradecimiento por haberle enseñado la técnica del grabado por aguada).
El nuevo organismo pretendía ser, al mismo tiempo, museo, Escuela y centro de divulgación de invenciones y adelantos en los modos de producción. En 1827 el Conservatorio organizó la primera Exposición pública de los productos de la industria española, a la que Mariano José de Larra dedicó una conocida oda. En esta institución se tiene el eslabón entre la ingeniería de la Ilustración y la moderna ingeniería industrial, ya que en 1850, como vamos a ver, se transforma en el Real Instituto Industrial, en donde se empieza a impartir el título de ingeniero industrial.
Los fondos del Real Gabinete se integraron en el Real Conservatorio, pero en 1834, al crearse la tercera Escuela de Ingenieros de caminos y canales, fueron reclamados por esa institución y no hubo más remedio que proceder a su partición, no exenta de tensiones. De este modo, lo que tenía que ver con caminos, canales y puentes pasó a la Escuela de Caminos y el resto se quedó en el Real Conservatorio, que pocos años después se convirtió en el Real Instituto Industrial. Con ello se completa la transición desde los orígenes de la ingeniería civil (en el sentido de no militar) en España, en la Ilustración, a la titulación de Ingeniero Industrial.
En su labor de escritor, la apuesta de Peñalver por la industrialización es muy acentuada. Por ejemplo, en el artículo titulado De la influencia de la industria en la situación política de las naciones se leen cosas como: «la industria es el verdadero fundamento de la libertad que pueden y deben gozar las naciones en el actual período de la civilización». En este mismo artículo acaba diciendo: «buscad la libertad en la independencia y la independencia en la industria». Frases como estas, escritas hace casi dos siglos, no pueden dejar de producirnos una profunda admiración, aunque el paso del tiempo no haya dejado de hacer mella en ellas. Constituyen una muestra del más lúcido espíritu regenerador de la Ilustración, y conservan su valor como testimonio de la claridad con que unos hombres (de los que los ingenieros nos podemos considerar herederos) trataron de abrir las vías de la modernidad en España.

Sin embargo, la industrialización española llegó con retraso en el siglo XIX, excepto en algunas regiones como Cataluña, y en alguna medida el País Vasco. Este retraso en incorporarse a la corriente modernizadora se hizo especialmente patente en Andalucía, aunque a los inicios de este siglo era una de las regiones más ricas de España y podría haber jugado un papel importante en el proceso industrializador. En efecto, hay algunos notables intentos de incorporarse a esa corriente, aunque no lograron consolidarse.
A mediados del siglo XIX se produce en Andalucía, en particular en Sevilla y Málaga, un período de relativa expansión industrial. Se tienden las líneas regionales de ferrocarril y se desarrolla una incipiente industria siderúrgica. En el segundo tercio del siglo XIX (1833-63) la

Monumento al General Francisco Antonio de Elorza y Aguirre ubicado en la Fábrica de Armas de Trubia (Asturias) de la que fue director

siderurgia andaluza había sido hegemónica en el país, y hay que recordar la figura del general Francisco Antonio de Elorza y Aguirre (Oñate 1798-Madrid 1873) quien tomó las riendas de las instalaciones de Marbella (Málaga) y El Pedroso (Sevilla), precursoras en este orden de cosas.
Sin embargo, la mayor parte de los ingenieros no eran andaluces. Los centros universitarios existentes en la región, articulados en torno a las universidades de Sevilla y Granada, no contemplaban las enseñanzas técnicas. Por todo ello se hacía patente la necesidad de crear centros de enseñanza técnica superior, lo que condujo a la creación de la Escuela Superior Industrial Sevillana en 1850. Esta circunstancia se reprodujo un siglo después cuando renació la actual Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Sevilla.
Así, la industrialización en el XIX español se desencadenó de la mano de ingenieros traídos de fuera. Por mencionar un caso, Isaías White (cuyo hijo, del mismo nombre, figuraba en la alineación del primer partido del 8 de marzo de 1890 del equipo de fútbol protosevillista; los ingleses trajeron también el fútbol y el golf) ingeniero de profesión que llegó a Sevilla en 1855 y se asoció con los hermanos Portilla, indianos que se asentaron en esa ciudad con un gran capital procedente del Nuevo Mundo. La independencia de los territorios americanos determinó que muchas familias pudientes abandonaran aquellas tierras y se instalarán tanto en Sevilla como en Cádiz y Málaga, formando parte de una incipiente burguesía industrial, dotada de una mente abierta a las nuevas ideas y modos de producción. En Málaga estuvieron los Loring, que se ocuparon de finanzas, los Heredía, grandes ferreteros, de los primeros de España, y los Larios, los segundos de la industria textil en todo el país. En Sevilla cabe citar a los Borbolla, los Pagés, los Ybarra y otros muchos. Unos y otros fueron tomando poco a poco el poder efectivo de la economía en Andalucía.

Mercado del Barranco

El edificio del Mercado del Barranco fue un proyecto encargado a la empresa Portilla White y Cía en 1876

La colaboración de White con los Portilla dio lugar a la constitución de la sociedad “Portilla, White & Cia.”, que destacó en la fabricación de calderas y motores a vapor, así como molinos aceiteros y aperos agrícolas, todas ellas realizaciones destacadas en el mundo industrial sevillano. Se cuenta que en 1868 la reina Isabel II, cuando visitó Sevilla, llegó a recorrer las nuevas instalaciones de la sociedad Portilla & White, ampliadas para la fabricación de cañones de acero, y manifestó una grata sorpresa al ver cómo en las máquinas de vapor no aparecía la palabra “London”, pues estaban realizadas con capital y recursos locales.

La adaptación de los procedimientos modernos de fabricación a las materias primas españolas (carbones, menas metálicas, etc.) necesitaba de ingenieros preparados, cuestión que se resolvía, como se está viendo, con el recurso a empresas o mano de obra especializada foránea. De hecho, la solución provisional consistió en emplear técnicos extranjeros, al tiempo que las familias pudientes mandaban a sus allegados a Escuelas de ingenieros nacionales (de Minas en Madrid, o Industriales en Barcelona) y extranjeras (belgas o francesas, principalmente).
El modelo francés de ingeniero surge, como ya se indicado, para formar cuerpos de élite al servicio de la administración pública. Pero pronto se percibe la necesidad de que junto a ese tipo de ingeniero, se promueva otro cuya misión sea principalmente el servicio a la industria, sea pública o privada. En España, este último tipo de ingeniero da lugar al ingeniero industrial que se crea siguiendo también el modelo francés de la École Centrale d’Arts et Métiers. Ese título se crea en 1850 (R. D. de Seijas Lozano, de 4 de septiembre) y tiene características radicalmente distintas al resto de las ingenierías entonces en vigor en España, que estaban especialmente orientadas a componer cuerpos de la Administración. Además, se implanta de forma descentralizada, con varios centros en todo el país (Madrid, Barcelona, Gijón, Sevilla, Valencia y Vergara).
Conviene matizar que en su fundación el título tiene una enseñanza cíclica más cercana al modelo prusiano del momento que al propiamente francés. Según el Real Decreto por el que se funda, en primer lugar se procede a comenzar «por formar el operario, para acabar por ofrecer a las artes el hombre científico que las eleva a su mayor altura». Se organiza en tres niveles, y el intermedio o de ampliación (tres cursos académicos) permitía recibir el título de profesor industrial. Tras un cuarto año los alumnos obtenían el de Ingeniero mecánico de segunda clase o el de Ingeniero químico de segunda clase (las dos especialidades que entonces tenía la carrera). En el Decreto fundacional se ensalza la demanda de ingenieros necesarios para el pretendido porvenir industrial español, en particular se alude a la necesidad de «perfectos químicos y hábiles mecánicos». Por fin, «el que obtuviese ambos se denominaría Ingeniero industrial de segunda clase». Sin embargo esta ciclicidad se abandona muy pronto y el modelo francés se refuerza.
Al crearse la carrera, el nivel superior sólo se cursaba en Madrid, en el Real Instituto Industrial, donde se obtenían los títulos de ingeniero de primera clase. Los primeros años las Escuelas de Barcelona, Sevilla y Vergara eran sólo de ampliación, pero esto cambió con la Ley de Instrucción Pública de 1857, conocida como Ley Moyano. A partir de esa Ley el título de ingeniero industrial ya se pudo obtener en todas las Escuelas españolas.

Cipriano Segundo Montesino y Estrada

En la génesis del Instituto madrileño destacan las figuras de Joaquín Alfonso, Cipriano Segundo Montesino y Estrada, y Eduardo Rodríguez que estudiaron en la École Centrale de Paris a mediados de los años treinta, todos ellos liberales más o menos radicales que buscaron cobijo en París durante la década ominosa. Montesino es un personaje especialmente notable pues fue duque de la Victoria, heredero del general Espartero, por estar casado con una sobrina de éste. Sus campos de actividad fueron muy variados, pues por una parte tuvo una intervención decisiva en la introducción del ferrocarril en España; y, por otra, fue Académico Fundador de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la que llegó a ser presidente.

Como ya se ha apuntado, la carrera se creó con dos especialidades, la mecánica y la química, de acuerdo con las pretendidas carencias reseñadas en el decreto fundacional. Sin embargo, pronto la electricidad se convertiría en otra especialidad dominante en la nueva profesión. En esa nueva especialidad destaca el ingeniero industrial jerezano Francisco de Paula Rojas y Caballero-Infante (1832-1909) que perteneció a la primera promoción del Real Instituto Industrial, y llevó a cabo su vida profesional en Valencia, Barcelona y Madrid.
Es oportuno recordar aquí que las Escuelas de ingenieros decimonónicas, lo mismo que las instituciones similares de tipo militar, tienen un papel decisivo en la introducción de la ciencia moderna en España. Ilustra este hecho que al fundarse la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 1847 la minoría mayoritaria fuera la de ingenieros, que sumados a los militares (también ingenieros) eran mayoría absoluta. Además, durante su primer siglo de existencia exactamente la mitad de los presidentes de esa Academia fueron también ingenieros (uno de ellos fue Cipriano Montesino como ya se ha indicado).
Asimismo es de reseñar que las Escuelas de ingenieros se crearon y funcionaron exitosamente ajenas al sistema universitario. En la primera mitad del siglo XIX, las universidades mantenían todavía, en lo esencial, la estructura medieval formada por una Facultad de carácter preparatorio (Filosofía) y dos grandes Facultades orientadas a la formación de profesionales (Derecho y Medicina), además de la de Teología. En la de Filosofía se daba una formación en todas las ciencias y humanidades, la cual puede recordar, hasta cierto punto, al bachillerato actual. De hecho, los estudios de ciencias no alcanzaron el rango de Sección, dentro de la Facultad de filosofía, hasta 1844, con la ley Pidal; y de facultad propia hasta 1857, con la ley Moyano, cuando estaban ya en pleno funcionamiento todas las Escuelas de ingenieros decimonónicas.

Francisco de Paula Rojas

Volviendo a Francisco de Paula Rojas, fue uno de los ingenieros industriales más ilustres e influyentes del Ochocientos español. Natural de Jerez de la Frontera, estudia segunda enseñanza en Cádiz e ingresa posteriormente en la Universidad Literaria de Sevilla donde obtiene el título de bachiller en la Facultad de Filosofía, en 1849. El curso siguiente, en 1850, cuando se pone en funcionamiento la Escuela Industrial Sevillana, Escuela que entonces no estaba integrada en la Universidad de Sevilla, Rojas pretende incorporarse a ella pero al comprobar que el título de ingeniero industrial sólo se podía obtener en Madrid, traslada sus estudios al Real Instituto Industrial de esa capital, en donde forma parte de la primera promoción de ingenieros industriales que alcanzan el título en España. En 1854 regresa a Sevilla en donde obtiene una plaza de catedrático interino en la asignatura de Química de la Escuela Industrial Sevillana y, al año siguiente se traslada a la Escuela Industrial de Valencia al obtener por oposición la Cátedra de Física General Aplicada en ese centro valenciano.
Años después, en 1866, cuando se clausuran todas las Escuelas Industriales incluida la de Madrid, excepto la de Barcelona, se traslada a esta última Escuela donde consigue la cátedra de Construcción de Máquinas y después la de Física Industrial. La estancia en Barcelona, ciudad donde estaba ya avanzada la revolución industrial, es particularmente brillante en la carrera profesional de Rojas. Tuvo un papel destacado en la introducción de las aplicaciones industriales de la electricidad y ejerció una gran labor didáctica con sus libros. Dirigió la revista técnica La Electricidad, editada por él mismo entre 1881 y 1889, que fue la publicación más importante de esta nueva especialidad en España. Ingresó en la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona 1877.
En 1886 se traslada a Madrid como catedrático de Hidráulica e Hidrodinámica en la efímera Escuela General Preparatoria de Ingenieros y Arquitectos. Al desaparecer esta Escuela, en 1889, accede por concurso la Cátedra de Física Matemática de la Facultad de Ciencias de la Universidad Central, de cuyo centro llegó a ser Decano en el año 1900. En 1890 toma posesión de la plaza de Académico Numerario en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de Madrid, con José Echegaray como padrino (en realidad había pertenecido a esa Academia como Académico Correspondiente desde 1867, pero hasta que se traslada a Madrid no puede acceder a Numerario). En esta etapa publica su celebrado Tratado de Electrodinámica Industrial, libro en el que se recogen los contenidos más actualizados, para la época, de electricidad industrial y donde se destacan las muchas posibilidades que tiene en la vida cotidiana, al tiempo que se subrayan los rapidísimos progresos que se estaban produciendo en el alumbrado público. De esta obra se hicieron cinco ediciones, la última en 1912, y se considera la biblia de la electrotecnia española. También es autor de muchos libros que apoyaron la enseñanza de otras ramas de la ingeniería. Fue vicepresidente de la Asociación de Ingenieros Industriales en el año 1900. En 1904 se jubiló a petición propia como Catedrático de Física en la Universidad de Madrid, ciudad en la que fallece en 1909.

CAPÍTULO 6

Ramón de Majarrés i Bofarull

Otra figura notable en la introducción de la electricidad en España es la de Ramón de Majarrés i Bofarull (Barcelona, 1827-Sevilla, 1918). Nació en Barcelona el 9 de abril de 1827. Tras estudios iniciales en la Universidad Literaria de Barcelona, a partir de 1842 se incorpora a las Escuelas de la Junta de Comercio, precedentes de lo que luego sería la Escuela Industrial de Barcelona. Así mismo, asistió a las cátedras de la Real Academia de Ciencias y Artes de esa ciudad. Tras realizar sus estudios en la Escuela Industrial de Barcelona fue pensionado por la Diputación de Barcelona para ampliar estudios, en Paris, en cuestiones relativas a tintes y estampados. También le comisionó el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro para que promocionase sus productos en la Exposición internacional que se celebraba aquel año en la capital francesa.
De regreso de París consiguió la Cátedra de Química General Industrial en la Escuela Industrial Sevillana que ocupó de 1856 a 1866. En 1862 fue comisionado por la Diputación de Sevilla para asistir a la Exposición Universal de Londres, en donde tuvo un papel destacado en la defensa de los vinos de Jerez. En 1863 fue nombrado Director de la Escuela Industrial de Sevilla. Así mismo recibió el encargo de crear una Escuela de Artes y Oficios. En esa época contribuyó activamente al fomento de la cría del gusano de seda, para aclimatarlo en Sevilla. Cuando se clausura en 1866 la Escuela de Sevilla regresa a Barcelona y ocupa, dos años después, la Cátedra de Química en la Escuela Industrial de esta última ciudad. Así mismo, dos años más tarde fue nombrado Director de la Escuela en donde, entre otras cosas, creó un museo de materias primas y productos industriales.
Por otra parte, Manjarrés intervino de forma decisiva en la implantación de las aplicaciones industriales de la electricidad en España, mediante la introducción de dos inventos imprescindibles: las máquinas generadoras de electricidad y el teléfono. Patentado este último en 1876, Manjarrés consiguió tener dos equipos completos en la Escuela de Ingenieros Industriales de Barcelona ya en 1877. Años antes, en 1873, había adquirido una dinamo Gramme para la misma Escuela, que fue la primera de su clase que hubo en España.
En Barcelona repitió la experiencia sevillana de promocionar la formación de los obreros, mediante cursos impartidos en clases nocturnas en las que podían complementar su formación. La enseñanza se desarrollaba a dos niveles: enseñanza para encargados de taller y para operarios. Manjarrés demostró toda su vida una especial sensibilidad por las cuestiones sociales. Desde 1867 fue Académico de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona de la que fue nombrado Presidente en 1874.
En 1891, Manjarrés regresa a Sevilla donde ocupa la Cátedra de Ampliación de Física Experimental de la Facultad de Ciencias de la Universidad. De nuevo en Sevilla volvería a ocuparse de los problemas de extracción, planificación y refinación del aceite de oliva para hacerlo competitivo en el mercado internacional. También se le asocia con la introducción de la telegrafía inalámbrica, por su participación en la primera presentación pública en España del invento de Marconi, en Sevilla (véase Jesús Sánchez Miñana, “Otras historias de la radio‘”, Quaderns d’Història de l’Enginyeria, vol. VII, 2006, p. 267) en la primavera de 1899. Sin embargo, es en el dominio de la química y la agricultura donde sus aportaciones fueron más personales y originales en su segunda etapa sevillana. Llevó a cabo estudios tanto sobre los vinos como sobre los aceites de oliva comestibles, y se interesó por las fibras textiles de origen vegetal, como el ramio, del que se obtiene una fibra más resistente que el lino. Pronunció el discurso de Inauguración del Curso Académico 1896-97 en la entonces denominada Universidad Literaria de Sevilla. Asimismo, participó activamente con la Sociedad Económica Sevillana en la organización de enseñanzas populares, como ya había hecho durante su primera estancia. Fue un gran impulsor de la ingeniería industrial en Sevilla y contribuyó decisivamente a la creación de la Asociación de Ingenieros Industriales, en 1918, de la que fue el primer Presidente y cuyo Centenario estamos celebrando (previamente lo había sido de la de Barcelona). Falleció en Sevilla el 9 de febrero de 1918.
Resulta curioso comparar las figuras de Rojas y de Manjarrés. El primero, un ingeniero industrial andaluz que hace de su carrera y triunfa en el resto de España. El segundo, Manjarrés nacido en Barcelona, que fue director de la Escuela Superior Industrial de Sevilla, ciudad en la que terminó sus días, con múltiples aportaciones como se acaba de recordar. Ambos ilustran la relevancia de los ingenieros industriales decimonónicos. Conviene también destacar la amplitud de ámbitos en los que los dos ingenieros ejercieron su actividad, como sucede en general con los ingenieros de nuestra especialidad. Ello es una clara muestra del carácter generalista de la ingeniería industrial desde sus orígenes y de la versatilidad de esos profesionales a lo largo de historia.

En 1867 se clausuraron todas las Escuelas Superiores de Ingenieros Industriales, incluido el Real Instituto Industrial de Madrid, con la excepción de la Escuela de Barcelona que es la única que permanece abierta desde su creación hasta la actualidad. Esa clausura generalizada fue debida, acaso, a que no se alcanzó la masa crítica de ingenieros que el país necesitaba, y antecede en meses a la caída del régimen de Isabel II. Es un índice del fin de una época.
La pervivencia de la Escuela de Barcelona se debe al envidiable soporte que encontró en las autoridades provinciales y locales, defensoras de la incipiente industrialización, y del que carecieron el resto de las Escuelas. En este sentido cabe destacar la decisiva intervención de la Diputación y el Ayuntamiento, junto con la Junta de Comercio. Por otra parte, en 1898 se crea la Escuela de Bilbao, a iniciativa de la Diputación de Vizcaya, al calor de la naciente metalurgia vasca. Las dos Escuelas de Barcelona y Bilbao comparten los inicios de la incorporación de España a la Revolución industrial, aunque lo hicieran con muchas limitaciones y beneficiándose de la discriminadora política comercial proteccionista de la economía española.
En 1902 se vuelve a crear la de Madrid, aunque no logra plena implantación hasta años después. La de Sevilla no reaparecerá hasta 1963, y a partir de entonces se fundan Escuelas en la práctica totalidad de las universidades españolas.

Manuel Velasco de Pando

Durante la primera mitad del siglo XX despunta en Sevilla el ingeniero industrial Manuel Velasco de Pando, que es representativo del papel de los ingenieros en esos tiempos. Nació en Sevilla el 24 de abril de 1888. Estudió en la escuela de Bilbao obteniendo el mayor número de sobresalientes hasta entonces conseguidos por un alumno en esa escuela. Sus trabajos se centran sobre acumuladores eléctricos y el motor de explosión. Fue Ingeniero Director y accionista de la sociedad “Pando Rodríguez y cía. Fábrica de San Clemente”. Desde esta empresa contribuyó a la mecanización de las industrias aceitera y vinícola. Sucedió a Manjarrez como Presidente de la Asociación de Ingenieros Industriales de Andalucía, entre los años 1918-1924. También fue Presidente del Consejo Superior de Industrias y del Instituto de Cálculo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Recibió numerosas distinciones, entre otras la Encomienda de Alfonso XII, y fue laureado por el Instituto de Ingenieros Civiles en 1914. Es significativo de la sólida formación científica de los ingenieros, y de su papel capital en la introducción de la ciencia en España, que se atribuyan a este ingeniero las primeras lecciones pronunciadas en Sevilla sobre la teoría de la relatividad, a principios de los años veinte.
A partir de 1866 las Escuelas de ingenieros se denominaron Escuelas Especiales. La autonomía de estas Escuelas se mantuvo hasta que en 1957 se promulgó la Ley de Reforma de las Enseñanzas Técnicas, reformada a su vez en 1964, con la que se produjo una significativa innovación en la formación de los correspondientes profesionales. Entre otras cosas se pretendía, además de continuar con el ingeniero tradicional, con todas sus atribuciones y competencias, fomentar un nuevo tipo de ingeniero capacitado para llevar a cabo tareas de investigación, por lo que se estableció el título de Doctor Ingeniero, hasta entonces inexistente.
La ley de 1957 influyó de forma radical en los centros de enseñanza técnica que pasaron de estar adscritos a los ministerios para los que suministraban funcionarios para sus cuerpos técnicos a incorporarse todas ellas al Ministerio de Educación, aunque conservando una Dirección General de Enseñanzas Técnicas independiente de la Dirección General de Universidades. Esta situación se prolongó unos pocos años, hasta que en 1964 desapareció esa Dirección General exclusiva para las enseñanzas técnicas, que se incorporaron a la de Universidades.
Como consecuencia de ello las Escuelas, que pasaron a denominarse Escuelas Técnicas Superiores de Ingenieros, se integraron en universidades convencionales (literarias se llamaban algunas de ellas) aunque subsistieron islotes privilegiados en aquellas Comunidades Autónomas en las que las correspondientes autoridades autonómicas fueron lo suficientemente lúcidas para entender las peculiaridades de las enseñanzas técnicas y la imperiosa necesidad de mantener sus rasgos característicos para fomentar el desarrollo económico, y en consecuencia crearon Universidades Politécnicas en las que se integraron las Escuelas con un régimen adecuado para alcanzar sus valiosos objetivos de forma óptima. En efecto, la ley General de Educación de 1970 creó las Universidades Politécnicas de Madrid, de Valencia y de Cataluña (¿hubiese sido concebible que Madrid o Cataluña no dispusieran de una universidad politécnica? Valencia se adhirió enseguida, como quiso hacerlo Sevilla, que, sin embargo, no lo consiguió. El resultado está a la vista si se compara la Politécnica de Valencia con los centros andaluces de enseñanzas técnicas, especialmente el de Sevilla).

Las posibilidades que abría la ley de 1957, al crear el título de Doctor Ingeniero, y en consecuencia establecer un marco adecuado para que las escuelas se convirtiesen también en centros de investigación, y no sólo de enseñanza, dio lugar a cambios profundos en la forma de abordar la vida profesional por parte de los profesores de esos centros. Estos habían sido tradicionalmente profesionales destacados que dedicaban una parte de su tiempo a la formación de los que serían sus futuros compañeros. La nueva forma exclusiva de ejercer la actividad universitaria no contaba con el beneplácito de todo el mundo. Se decía que con el método tradicional se lograba, en las enseñanzas propiamente técnicas, una transmisión del conocimiento específico y profesional que tenía características que se temía que serían muy difíciles de lograr con el sistema universitario convencional que se estaba imponiendo. Eso es lo que invocaban los detractores de la adopción por las escuelas de la dedicación exclusiva del profesorado. Pero, pese a ello se produjo una amplia mutación por la cual, en pocos años, tanto en escuelas tradicionales, como la de industriales de Madrid, como también en las de reciente creación, como la de Sevilla, se pasó de un profesorado en el que no existía (ni siquiera la posibilidad administrativa) de la dedicación exclusiva a que la práctica totalidad de los profesores se adhirieran a ella.
Ello representaba notables problemas pues el contacto con la actividad práctica industrial es absolutamente necesario para que las escuelas de ingenieros mantengan su especificidad y no se conviertan en centros en los que se cultive el conocimiento técnico sin ningún contacto con la actividad profesional, con un soporte exclusivamente libresco. Se dijo entonces que había que organizar en las escuelas el equivalente a lo que eran los hospitales universitarios con respecto a las facultades de medicina, salvando todas las distancias. Hubo que idear procedimientos imaginativos para resolver esta carencia. En Sevilla se fundó la Asociación de Investigación y Cooperación Industrial de Andalucía, que lleva precisamente el nombre de Francisco de Paula Rojas, y que se conoce normalmente por sus siglas AICIA, con el fin de tener un marco legal eficaz para regular las relaciones de los Departamentos de la Escuela con las empresas del entorno. No es necesario dedicar espacio a glosar esa Asociación, pues es bien conocida. En un principio su aceptación por la Universidad fue muy difícil y tortuosa, pero al fin la propia Universidad ha creado una Fundación que es un remedo de la AICIA, lo mismo que otros centros de la misma institución. En este orden de cosas las Escuelas en Universidades Politécnicas se han desenvuelto con mayor fluidez y comodidad, sin asumir riesgos innecesarios, por lo que se comprenderá que se siga añorando ese tipo de universidad en Andalucía.

En los años sesenta, se vivió en España la época que se ha conocido como del desarrollo, o del desarrollismo, en la que se produce un prodigioso aumento de las actividades económicas e industriales para las que se demandaba un creciente número de titulados técnicos superiores. Ello obligaba, entre otras cosas, a aumentar el número de Escuelas de ingenieros que, no se olvide, en aquella época estaban situadas todas en Madrid excepto industriales que tenía además Escuelas en Bilbao y Barcelona. El restablecimiento de la de Sevilla es el resultado de ese impulso de expansión de las enseñanzas técnicas, que se pretendía que fuese al mismo tiempo de renovación en la formación de los titulados, y al que hay que sumar, en esos mismos años, la de Minas de Oviedo, la de Caminos de Santander y la de Agrónomos de Córdoba, junto con el Instituto Nacional de Informática, con sede en Madrid, también innovador en la forma de impartir las enseñanzas y en la propia estructura del centro. Además, en ellas se pretendía una ruptura con el sistema tradicional de formación de los ingenieros. Pero, aunque esto no se produjo, se empezaron a crear escuelas de ingenieros por todo el país.
Con la creación del título de Doctor Ingeniero se empezó a desarrollar en las Escuelas españolas, de una forma institucional, investigación técnica; lo que hasta entonces había sucedido de una forma más bien esporádica.
La Escuela de Sevilla, como se ha recordado un poco más arriba, renació en 1963. Se creó con la pretensión de ser una escuela piloto en la que se ensayasen nuevos procedimientos pedagógicos con los que, como con un talismán, se suponía que se reduciría de forma sensible lo que se denomina tasa de fracaso en las escuelas de ingenieros. Para ello se recurrió a la supervisión de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que elaboró un plan de estudios experimental tanto por lo que respecta a las asignaturas que lo formaban como a la manera de impartirlas. El plan de estudios estaba recogido en el llamado “libro amarillo” que fue en aquellos años el sello de identidad de la Escuela. Se dedicaba cada día a una única asignatura, durante cinco horas, que se repartían en una primera, llamada magistral, en la que se impartía la clase teórica correspondiente a la jornada, y las cuatro horas restantes se dedicaban a trabajos prácticos en grupos de unos 15 alumnos. Con independencia de la valoración que se pueda hacer de este método es evidente que resultaba exageradamente costoso, lo que ya de por sí gravaba irremisiblemente el conjunto de la experiencia.
Además, se proponían cambios radicales en la propia estructura de un centro de enseñanza superior. Por ejemplo, se confió la Dirección a una personalidad que no procedía del mundo universitario, sino del mundo de la empresa, y que carecía de experiencia en la enseñanza. Asimismo se intentó que el acceso al cuerpo docente se realizase sin las tradicionales oposiciones a cátedra; y así se nutrió ese cuerpo durante los primeros años de existencia de la Escuela.
Pero a principios de los setenta se produjo la difícil integración de la Escuela en la Universidad de Sevilla, en la que las peculiaridades del centro resultaban difíciles de asumir. Todo ello determinó que a mediados de ese decenio hubiese que organizar un plan de homogenización con el resto de las Escuelas de Ingenieros Industriales. La OCDE había considerado terminada la experiencia y el propio Ministerio perdió interés por ella. Acaso la experiencia sevillana requiriese un estudio pormenorizado, pues no ha sido objeto de ningún análisis detenido siendo así que fue una experiencia muy cara y de la que no parece haberse sacado ninguna consecuencia, como no sea su inviabilidad.
En todo caso, a mediados de los setenta se tuvo que refundar la Escuela adoptando un perfil homologable con el de las otras de industriales existentes en España, lo que se consiguió laboriosamente tras vencer múltiples dificultades tanto internas como externas. Desde la Dirección hubo que cambiar las piezas de una máquina en pleno funcionamiento, a partir de una nueva concepción, y sin que esa máquina se parase. Así se sentaron las bases de lo que sería la floreciente Escuela posterior. Se aprovechó esa homologación para realizar una profunda metamorfosis en el profesorado que se transformó del clásico en tiempo parcial, que se limitaba exclusivamente a ejercer la enseñanza, en otro de dedicación exclusiva que empezó a abordar labores de investigación técnica, y así un exponente claro de esa refundación se tiene si se considera el cambio que se produjo en el cuadro de profesores. La renovación fue casi total, y gracias a ella se incorporaron tanto docentes provenientes de otras partes como una generación de titulados en el propio centro que acometieron con ardor y entusiasmo la ardua tarea de su transformación. A principio de los años ochenta el número de profesores que quedaban de los que formaron parte del decenio fundacional de la Escuela se había reducido a solamente unos pocos. Con esa transformación se empezaron a desarrollar actividades de investigación técnica industrial, en consonancia con lo que estaba ocurriendo en otras escuelas andaluzas.
En fin, en otro orden de cosas, hay un detalle que conviene reseñar. En el año 1994 se crea la Real Academia de Ingeniería de España en cuya nómina se cuentan hasta sesenta numerarios. Pues bien, cinco de ellos obtuvieron el título de ingeniero industrial en Sevilla y si a ellos sumamos otros dos (el añorado Antonio Barrero, y el segundo Presidente de la Academia que estuvo aquí unos años cruciales para la renovación de la Escuela) resulta que siete académicos están, o han estado, vinculados a la Escuela de Ingenieros Industriales que se forjó en la avenida de Reina Mercedes. Pocas Escuelas pueden alardear de que una fracción tan abultada de miembros de la Academia de Ingeniería tenga alguna ligazón con ella.
La Escuela se fundó, como es bien sabido, como Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Gracias a su traslado al magnífico edificio que ahora a la alberga, reutilizando una de las edificaciones emblemáticas de la Expo del 92, ha sido posible que otras titulaciones se hayan adherido, con el tiempo, a la matriz y hoy en la Escuela, también se pueden cursar las titulaciones de Ingeniero de Telecomunicaciones, Ingeniero Químico, Ingeniero Aeronáutico y recientemente Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Un magnífico plantel de posibilidades de formar profesionales de alta cualificación para la industria y la actividad productiva andaluza.

Nuestra profesión está cambiando en la medida en que su ámbito de actuación se está convirtiendo en un mundo híbrido y complejo, en el que intervienen factores de índole muy variada, y en el que ocupa un lugar destacado la gestión del mundo artificial en el que algunas de las cualidades del ingeniero, tanto su conocimiento de las tecnologías involucradas como sus dotes de liderazgo y de organización, alcanzan pleno desarrollo profesional.
De una forma aparentemente suave se está pasando de unos ingenieros que eran percibidos socialmente como muy elitistas, pues estaban sometidos a un exigente proceso de selección, en el que primaban los conocimientos matemáticos: lo que se conoce como el modelo francés; a otro en el que la denominación de ingeniero ha perdido su carácter exclusivo y minoritario, tendiendo a semejarse, en cierta medida, al modelo inglés. Por ejemplo, los planes de estudio de las Escuelas de ingenieros han estado dominados, desde la creación de las Escuelas a mediados del siglo XIX, por un sustancioso contenido de matemáticas, y de ciencia en general, siguiendo los pasos de las escuelas francesas. Se asumía que esa formación era una garantía de posterior capacidad profesional. No obstante, durante mucho tiempo se había alcanzado un equilibrio razonable entre la formación científica y la propiamente ingenieril en los años (seis, siete o más) que se dedicaban a alcanzar el título. Sin embargo, en los últimos veinte o treinta años, se ha producido una considerable transformación en el modo de llevar a cabo su función las escuelas.
En efecto, hasta hace poco, los planes de estudios consistían en unos primeros años de formación científica básica que resultaban especialmente duros para los estudiantes. El resto de la carrera, solía transcurrir con mayor facilidad. En la actualidad, sin embargo, la dureza de los primeros años ha disminuido mientras que ha aumentado la de la segunda mitad de la carrera. Por otra parte, el ejercicio profesional está dejando de estar protegido por competencias asociadas a titulaciones y adopta las características del libre mercado. Se habla incluso de reproducir en nuestro país algo semejante a las Institutions inglesas, como avaladoras del ejercicio profesional de los ingenieros. La crisis de la enseñanza de la ingeniería no es más que un síntoma de la crisis de identidad que está atravesando la propia ingeniería, al debatirse entre los modelos francés, que está en su origen, y el anglosajón, al que lo arrastran los tiempos.
Asimismo, lo largo de la vida profesional de un ingeniero se suele producir un desplazamiento gradual del énfasis en el conocimiento de procedimientos técnicos y de artefactos al de organizaciones y personas, de modo que acaban por acceder a puestos de gestión, en los que ejercitan su capacidad para comprender las distintas tecnologías involucradas en un proceso productivo y para desenvolverse en las organizaciones empresariales correspondientes, lo cual es esencial para que esas organizaciones desempeñen correctamente su función. No obstante, algo parece estar cambiando en nuestros días con el predominio del mundo financiero, lo que determina que los puestos de dirección de las grandes empresas estén siendo ocupados por expertos en finanzas y en aspectos legales (economistas y abogados). Sin embargo, está por ver que de esa transición surja un mundo industrial mejor.
Entre los mismos ingenieros no faltan los que consideran la profesión como una puerta de acceso al mundo de los negocios (no es extraño que hagan estudios de postgrado para obtener un máster en administración de empresas ––MBA, por sus siglas en inglés).
La inyección de ingenieros industriales en nuestro entorno económico no es fácil de medir pero se percibe con nitidez en los medios correspondientes. En todas las industrias locales y regionales despuntan esos ingenieros. No hace demasiado tiempo, que el ingeniero, al finalizar sus estudios, todavía aspiraba a encontrar un puesto de trabajo lo más estable posible que le garantizarse una vida profesional permanente en el seno de una gran organización. El número de los que se dedicaban a crear su propia empresa, o a ejercer como consultores, no era, ni mucho menos, mayoritario. La tradicional vinculación de los ingenieros a grandes empresas tenía una gran estabilidad, de modo que la identidad de esos profesionales se asociaba a su lealtad a esas empresas. Se establecía una recíproca adhesión entre la empresa y los ingenieros ––así como con el resto de la plantilla, que solía jubilarse en la empresa en la que habían empezado a trabajar.
En la actualidad el panorama ha cambiado drásticamente y el mundo profesional ha alcanzado una gran fluidez, hasta convertirse en efímero. Las carreras profesionales están adquiriendo una enorme imprevisibilidad. Los ingenieros han tenido que aprender que están sometidos, en su labor profesional, a las inflexibles leyes del mercado. Con ello han dejado de vincular su vida profesional a una única empresa u organización, con lo que esa vida puede haberse convertido en más interesante y enriquecedora ––frente a la monótona actividad de sus mayores––, pero se encuentra expuesta a riesgos, especialmente cuando se alcanzan ciertas edades. Todo ello ha determinado que el ingeniero tenga que fomentar su autonomía para encauzar su identidad profesional; que ya no es algo estático, sino que cambia con el tiempo.
En este contexto, conviene señalar el cambio profundo que se ha producido en Andalucía como consecuencia de las nuevas Escuelas (tanto de industriales como del resto de especialidades). Cuando se creó la de Sevilla, por mencionar la más antiguas de ellas, los ingenieros que venían a esa ciudad lo hacían porque se les destinaba allí (como se decía entonces) por las empresas para las que trabajaban. Su estancia solía ser temporal, siempre esperando el ascenso que normalmente llevaba a Madrid. Con las nuevas escuelas andaluzas eso ha cambiado radicalmente, y los ingenieros formados en ellas tratan mayoritariamente de establecerse aquí en empresas ya implantadas, o en otras cuya creación ellos mismos propician. De este modo están contribuyendo decisivamente a formar un tejido industrial que ha cambiado el panorama económico de la región, como los actos de celebración del Centenario de la Asociación de Ingenieros Industriales, van a poner de manifiesto.